El tren ha ido ganando en velocidad y me despierto en medio de un mar verde salpicado de vacas y sembrados. Esa Francia agrícola que tantos placeres nos depara. El sol ya ha ganado en altura y los escasos pasajeros siguen roncando o rellenando crucigramas. A mi izquierda, la secuencia de valles ondulados y torres de iglesias en medio de pueblitos también dormidos. Nadie a mi derecha, nadie frente a mí. Vuelvo al metro, inundado a la hora tempranera en que la Francia de abajo deja sus cuatro muros para servir al resto. Negras senegalesas envueltas en sus velos, cabizbajas; negras de Malí conversando entre ellas, marroquíes, tunecinos, cameruneses, obreros de la construcción, de los servicios, tamiles oliendo a curry y algún que otro francés…
El vagón de mi TGV huele a fin de semana y vacaciones, suena el primer teléfono y la dueña responde que llegaremos a Avignon en un cuarto de hora. El cielo está despejado y el tren para en seco. Diez y ocho grados nos dan la bienvenida. La estación aviñonesa comienza a activarse. Atravieso el puente que cruza el Ródano y enrumbo mis pasos en dirección a Roquemaure.
El vagón de mi TGV huele a fin de semana y vacaciones, suena el primer teléfono y la dueña responde que llegaremos a Avignon en un cuarto de hora. El cielo está despejado y el tren para en seco. Diez y ocho grados nos dan la bienvenida. La estación aviñonesa comienza a activarse. Atravieso el puente que cruza el Ródano y enrumbo mis pasos en dirección a Roquemaure.
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