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La carrer de Barca desemboca en la plaza de Sant Feliu, paso obligado cuando nos dirigíamos a la Rambla Llibertat, un paseo sombreado y citadino, ideal para sentarse en la Xixonenca y desalterarse bebiendo a sorbos pausados el excelente granizado de limón que preparan. En la plaza el sol es generoso y mucho más cuando cae torrencialmente sobre la fachada de la iglesia Sant Feliu. En la iglesia un altar es dedicado al patrón de Girona, Sant Narcis. Cuenta la leyenda que invadida la ciudad por tropas francesas, lo único que les hizo abandonar de forma despavorida Girona fue la aparición de una invasión mucho más grande, la de los enjambres de moscas que milagrosamente salían del sepulcro de Sant Narcis. Desde entonces se le conoce como santo de las moscas.
Pero la plaza parece tener a otra milagrosa en eso de retornos e invasiones de curiosos. Una leona nacida de las manos de un escultor del siglo XII se le ve encaramada en una columna, como si allí estuviera a salvo de alguien que venía en su persecución, pero, huyendo de quién?. Y a salvo no creo que esté la tímida leona que mira aterrorizada a todo aquel que va a Girona y le planta un beso en su besuqueado trasero. Y es que la marmolea leona se ha convertido en leyenda popular a la que se enganchan (nos enganchamos!) aquellos que quieren garantizar el volver a la dulce y agradable ciudad catalana:
“No pot ser vei de Girona qui no faci un petó al cul de la lleona”
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