9/11
Fue un día extremadamente largo como pocos otros. Regresábamos de una consulta con el fitoterapeuta que resulta larga y angustiante. Antes de llegar a la casa entramos en un supermercado. Los altavoces daban las informaciones de una radio y un empleado que colocaba productos en un estante dijo a otro que New York había sido atacada por aviones terroristas. Está delirando el pobre, pensé. Pero la curiosidad me mató y al salir del supermercado apuramos el paso para llegar lo más rápido posible. Fuimos directo a encender la televisión que ya mostraba los aviones impactándose contra las Torres Gemelas. Nos quedamos boquiabiertos. Llamamos a mis parientes de New Jersey que trabajan en la Gran Manzana y a otro primo que vive en Flashing. Ningún teléfono respondía. Nos sentamos frente al televisor y pasamos horas sin movernos mirando escalofriados lo que acababa de pasar. Sirenas, bomberos, gente corriendo despavorida, puntos humanos saltando desde las alturas minutos antes de desaparecer las torres hechas polvo como la vida de todos los que desaparecieron o quedaron sepultados junto al amasijo de hierro vidrio y hormigón. Escombros humanos entre los escombros de lo que había sido un símbolo financiero. No logramos probar bocado. No pudimos articular palabra, solo mirarnos desconcertados. Era casi media noche cuando apagamos la televisión, como ahora, en el momento que escribo, y revivo la angustia que nos deparó aquel once de septiembre. A quién no marcó ese fatídico día? Años después, entrando a la Capilla de St Paul’s evocamos en silencio la tragedia que vivieron los neoyorkinos. Desde la capilla se veían las torres. Hoy el desamparo de las almas revolotean en el sitio de Ground Zero. Decidimos no ir al lugar vacío que dejaron las dos torres del World Trade Center y nos quedamos en silencio frente a la Campana de la Esperanza, colocada en el patio de la iglesia y que ofreció St Mary Le Bow de Londres en solidaridad por la tragedia vivida aquel 11 de septiembre.
Fue un día extremadamente largo como pocos otros. Regresábamos de una consulta con el fitoterapeuta que resulta larga y angustiante. Antes de llegar a la casa entramos en un supermercado. Los altavoces daban las informaciones de una radio y un empleado que colocaba productos en un estante dijo a otro que New York había sido atacada por aviones terroristas. Está delirando el pobre, pensé. Pero la curiosidad me mató y al salir del supermercado apuramos el paso para llegar lo más rápido posible. Fuimos directo a encender la televisión que ya mostraba los aviones impactándose contra las Torres Gemelas. Nos quedamos boquiabiertos. Llamamos a mis parientes de New Jersey que trabajan en la Gran Manzana y a otro primo que vive en Flashing. Ningún teléfono respondía. Nos sentamos frente al televisor y pasamos horas sin movernos mirando escalofriados lo que acababa de pasar. Sirenas, bomberos, gente corriendo despavorida, puntos humanos saltando desde las alturas minutos antes de desaparecer las torres hechas polvo como la vida de todos los que desaparecieron o quedaron sepultados junto al amasijo de hierro vidrio y hormigón. Escombros humanos entre los escombros de lo que había sido un símbolo financiero. No logramos probar bocado. No pudimos articular palabra, solo mirarnos desconcertados. Era casi media noche cuando apagamos la televisión, como ahora, en el momento que escribo, y revivo la angustia que nos deparó aquel once de septiembre. A quién no marcó ese fatídico día? Años después, entrando a la Capilla de St Paul’s evocamos en silencio la tragedia que vivieron los neoyorkinos. Desde la capilla se veían las torres. Hoy el desamparo de las almas revolotean en el sitio de Ground Zero. Decidimos no ir al lugar vacío que dejaron las dos torres del World Trade Center y nos quedamos en silencio frente a la Campana de la Esperanza, colocada en el patio de la iglesia y que ofreció St Mary Le Bow de Londres en solidaridad por la tragedia vivida aquel 11 de septiembre.
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