De niño escuché historias de aviones que en lugar de atemorizarme fueron pimienta en el deseo de montarme en esos monstruos alados. Yo pedía que me repitieran la historia del vuelo de audaces que llevaron a cabo Agustín Parlá y Domingo Rosillo atravesando el estrecho de la Florida en mayo de 1913. Dos años más tarde, otro piloto cubano, Jaime González, realizó el primer vuelo entre Santiago de Cuba y La Habana. González se accidentó en 1914 mientras aterrizaba en Cienfuegos, al chocar con un poste eléctrico, y si accidentarse era su destino, muere en 1920 en la primera catástrofe aérea de la aviación cubana, cuando su avión cayó en una finca habanera. Pero la historia más triste que me contaron fue la del avión de la Pan American perdido una noche huracanada en los alrededores de Santa Clara. Todo parece indicar que el piloto no encontraba el aeropuerto y daba vueltas y vueltas, tratando de gastar el combustible antes de caer. Los vecinos de la finca Santa Aracelia estaban asustados, el ruido de los motores era triste como pidiendo que lo ayudaran a encontrar una claridad para aterrizar. Pero no fue así. El avión se estrelló sobre los pinos altos de la finca de Humberto Cristo y sus pedazos quedaron esparcidos en un buen radio. Un tío mío me contaba que el padre del piloto del avión accidentado visitó la finca y pidió que le permitieran colocar una tarja en memoria de su hijo, pero la mezquindad del propietario le hizo balbucear una rotunda negativa. Las miserias humanas.
El accidente del Airbus de Air France nos deja atónitos y profundamente tristes. Como tantos otros a lo largo de la historia de la aviación civil. Me escalofrié escuchando al profesor francés que quiso embarcar en ese vuelo y hoy hace el cuento. Hacer el cuento no es lo mismo que volver a nacer. En absoluto. Y ello me hace recordar cuando quisimos adelantar nuestra partida de Quito y lo logramos finalmente, a pesar de la negativa de la compañía aérea. Aquel vuelo Quito-Guayaquil-Madrid pudo haberse transformado en pesadilla que logró desvanecerse en la ciudad ecuatoriana de la costa del Pacífico. Luego vuelve uno a la cotidianeidad y olvida los malos ratos. Recuerdo aquel vuelo viniendo de Assouan y ya sobre territorio francés, cuando las turbulencias nos viraron al revés como para nunca más olvidarlo. Cualquier vuelo sea corto o largo te empuja a preguntar si llegarás. Es humano cuestionarse eso. Aprietas la mano de tu compañera cuando despegas y cuando aterrizas. Si hay turbulencias, la aprietas contra ti. Si viajas solo, ni tan siquiera miras al vecino y guardas tus miedos para ti Los que atravesamos con frecuencia el Atlántico en las dos direcciones, nos agarramos a cualquier esperanza. El azul inmenso abajo es intocable mientras navegamos sobre un mar de nubes. O sobre las extensas estepas rusas, el transiberiano menos ágil que nuestra carcasa metálica, serpenteando pozos de petróleo y tundras eternas, los desiertos sin fin de la Mongolia interior, mares de ensueños, montañas agresivas, pistas para audaces en medio de las ciudades, todo puede ocurrir, desgraciadamente. Me uno a la tristeza de todos, y particularmente a todas esas familias, que esperan, que esperan, y que saben que no habrá abrazos porque nunca llegarán. Entonces pienso en el padre del piloto, que tuvo la suerte de pisar el lugar, aunque no pudiera poner una estela en memoria de su hijo.
©cAc
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