La línea ferroviaria Paris-Ginebra no es de las más emocionantes. El tgv atraviesa a zancadas esa Francia con la que nunca soñamos y se detiene en dos estaciones que jamás buscamos en el mapa: Bourg-en-Bresse y Bellegarde. Luego aparece la silueta de Ginebra envuelta en la bruma del lago Leman. Ginebra, calvinista, austera e intelectual y Ginebra sede de tantas organizaciones ilustres. Fría, brumosa, soleada y protegida por célebres montes. Para disfrutar de todo eso, nos bajamos del tren en la estación Cornavin, y para dar ánimo a nuestro sobrino Guillaume, inscrito para hacer la "course de l’escalade".
A primera vista, la ciudad no me ofreció todo lo que yo me esperaba. La parte vieja, con sus gruesos muros y antiguos edificios, dejaba oir el silencio roto por nuestros pasos, únicos paseantes de un mediodía frío y húmedo, subiendo por la Grand-Rue, donde nacieron o vivieron Jean-Jacques Rousseau, el pintor Ferdinand Hodler, Gretry, o el escritor argentino Jorge Luis Borges. Una cuesta que nos llevaría a la catedral Saint-Pierre, alrededor de la cual se erigió la ciudadela de la Reforma. La catedral es una iglesia protestante desde 1538, sus muros, levantados en los siglos XII y XIII, han soportado múltiples reconstrucciones y su fachada neo-greca, es lo menos que uno se espera al llegar frente a ella. Su interior es imponente y sobrio.
El chorro gigante de 145 metros de altura se ve desde muchos sitios de la ciudad. Las márgenes del lago hacen a Ginebra casi marítima. Y el Ródano, escapando del lago, se alimenta del Arve y se deliza buscando las tierras galas que lo verán morir en Camargue.
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