Era verano cuando cumplí mi primer año en el mundo. Un mundo diferente, el mío. Guayabos, nísperos, anoncillos, dos o tres almendros florecidos al lado de la casa, y más lejos, al fondo de la bodega del primo sordo, un terreno sembrado de algodón, que fue mi primera nieve. A los tres años de vida, la misma sabana polvorienta, dormida, atravesada por la lentitud del tiempo. Las codornices atrapadas por aquel perro infatigable, el palomar construido sobre las ramas de una mata de mangos, gigante el árbol, abajo las gallinas picoteando, las margaritas blancas pegadas a la cerca de piñas, mi abuela sentada en un taburete…
Diez años después, fue aquel camino asfaltado sobre el Arimao, que unía la escuela a la carretera principal, y en el camino, por mis trece años, la silueta de mi madre con su vestido a cuadros flotando entre los campos de tabaco a cada lado del camino, el sol todavía alto, un primero de julio, yo acodado sobre la baranda del tercer piso, buscando un punto a cuadros, flotando en el camino, mi madre de regreso a la casa…
Un trece de julio, con un bolso lleno de incertidumbres, emprendí el camino, invisible, entre nubes oscuras, violentas, cargadas de agua. El camino hacia lo desconocido, como aquel viaje a la luna, el mío sin idea preconcebida. Justo partir, emprender un camino, que volvió a ser camino de regreso, el trece, tres meses más tarde. Camino de vuelta, simplemente de vuelta…
Llevaba yo treinta y un julios sobre mis espaldas y estaba yo sentado sobre una mica rosada en una ría en tierra de marinos. Yo miraba el mar agitado, las gaviotas gritando sobrevolar una barca de pescadores, el cielo brumoso, el aire fresco besando mi cuerpo que temblaba. Mi mirada no iba más allá de la línea horizontal que divide el cielo y el mar. Es eso que llaman horizonte? Confiaba yo en una esperanza, nacida en aquella línea invisible? Cuál era mi horizonte, sin una brújula que me sirviera de bastón, y mis manos profundamente pegadas al fondo de mis bolsillos?
Tercera vez. Un treinta y uno. Otra vez julio. El camino de hierro dejaba atrás la vieja estación de trenes de mi ciudad, y el tren atravesaba cañaverales curtidos por el sol. El sol pintaba de oro viejo la isla recalentada, las calles alegres, las calles tristes, la gente esperando un algo, cualquier cosa, hasta un ciclón no anunciado. Camino de nubes. Cuál otro pudiera ser posible, para llegar al otro lado del océano? Ese fue nuestro primer camino, juntos. Rasgando las nubes, tu mirada llena de luz, un velo de tristeza cubriendo a veces el brillo de los ojos, de tus ojos, mi corazón queriendo latir menos fuerte, mis manos haciendo caminos en tus cabellos…
Aquella vez dejamos la isla un treintaiuno y descendimos al suelo uno detrás del otro, ya primero de agosto. Tres días después, el silencio. Trece días más tarde, un poco menos de silencio, justo una luz al final de aquel camino, a medias…
Treintaiuno de julio, a la tarde noche, que todavía no sé si es el final de la tarde o el principio de la noche. Bajo las ramas de una glicina centenaria. Hay un cambio de números. Aparece el quince. No trece, sino quince años después. Bajo la glicina que hemos visto en todas las estaciones del año. Al comienzo de otro camino, pero cuál? A dos, por senderos que se parezcan a éste que acabamos de cerrar, la mirada alegre, la sonrisa tierna, mis manos en tus cabellos, lejos de Sauveterre, cerca de ti…
No tiene trece meses el año, desgraciadamente. Pero la libertad achicarlo o agrandarlo nos permitirá inventar nuestro propio calendario, con fechas sin límites, una, tres, trece, treinta y una veces, y nosotros dos.
Diez años después, fue aquel camino asfaltado sobre el Arimao, que unía la escuela a la carretera principal, y en el camino, por mis trece años, la silueta de mi madre con su vestido a cuadros flotando entre los campos de tabaco a cada lado del camino, el sol todavía alto, un primero de julio, yo acodado sobre la baranda del tercer piso, buscando un punto a cuadros, flotando en el camino, mi madre de regreso a la casa…
Un trece de julio, con un bolso lleno de incertidumbres, emprendí el camino, invisible, entre nubes oscuras, violentas, cargadas de agua. El camino hacia lo desconocido, como aquel viaje a la luna, el mío sin idea preconcebida. Justo partir, emprender un camino, que volvió a ser camino de regreso, el trece, tres meses más tarde. Camino de vuelta, simplemente de vuelta…
Llevaba yo treinta y un julios sobre mis espaldas y estaba yo sentado sobre una mica rosada en una ría en tierra de marinos. Yo miraba el mar agitado, las gaviotas gritando sobrevolar una barca de pescadores, el cielo brumoso, el aire fresco besando mi cuerpo que temblaba. Mi mirada no iba más allá de la línea horizontal que divide el cielo y el mar. Es eso que llaman horizonte? Confiaba yo en una esperanza, nacida en aquella línea invisible? Cuál era mi horizonte, sin una brújula que me sirviera de bastón, y mis manos profundamente pegadas al fondo de mis bolsillos?
Tercera vez. Un treinta y uno. Otra vez julio. El camino de hierro dejaba atrás la vieja estación de trenes de mi ciudad, y el tren atravesaba cañaverales curtidos por el sol. El sol pintaba de oro viejo la isla recalentada, las calles alegres, las calles tristes, la gente esperando un algo, cualquier cosa, hasta un ciclón no anunciado. Camino de nubes. Cuál otro pudiera ser posible, para llegar al otro lado del océano? Ese fue nuestro primer camino, juntos. Rasgando las nubes, tu mirada llena de luz, un velo de tristeza cubriendo a veces el brillo de los ojos, de tus ojos, mi corazón queriendo latir menos fuerte, mis manos haciendo caminos en tus cabellos…
Aquella vez dejamos la isla un treintaiuno y descendimos al suelo uno detrás del otro, ya primero de agosto. Tres días después, el silencio. Trece días más tarde, un poco menos de silencio, justo una luz al final de aquel camino, a medias…
Treintaiuno de julio, a la tarde noche, que todavía no sé si es el final de la tarde o el principio de la noche. Bajo las ramas de una glicina centenaria. Hay un cambio de números. Aparece el quince. No trece, sino quince años después. Bajo la glicina que hemos visto en todas las estaciones del año. Al comienzo de otro camino, pero cuál? A dos, por senderos que se parezcan a éste que acabamos de cerrar, la mirada alegre, la sonrisa tierna, mis manos en tus cabellos, lejos de Sauveterre, cerca de ti…
No tiene trece meses el año, desgraciadamente. Pero la libertad achicarlo o agrandarlo nos permitirá inventar nuestro propio calendario, con fechas sin límites, una, tres, trece, treinta y una veces, y nosotros dos.
2 commentaires:
Es casi el fin de este primero de Agosto, estoy cansado por un día fuerte de trabajo y a pesar de todo, me acerco a tu blog y leo esta bella remembranza, este hermoso poema, hay amor y tristeza en él, hay números mágicos para desatar la nostalgia y reforzar el presente. Hermoso. Me sugirió todo esto y más, pero también me recordó una muy interesante coincidencia y que, por primera vez desde que estoy aquí, había olvidado, áyer se cumplieron 16 años de nuestra salida de Cuba y hoy igual aniversrio de nuestra llegada a Fuerteventura. Gracias por escribir algo tan poético y entrañable.
Enhorabuena Andrés. Hay fechas ridiculas y fechas gloriosas. Las que nos empujan a una costa brava o las que por "ventura" nos hacen fuerte como un tronco de jiqui. Las que nunca mas queremos recordar y aquellas que sin quererlo se agolpan en las ventanas entreabiertas de la memoria. Las que recordamos y dejamos pasar. Las que añoramos que lleguen para hundirnos en las otras fechas que dejamos atras. Puros numeros. Pura nostalgia. Sentimientos fatigados y otros menos dolidos. Coincidencias. Reflejo de ondas positivas en vidas que germinaron en la misma tierra y que casi seguramente quedaran como una fecha cifrada en algun minusculo pedazo de tierra del que seremos propietarios en la eternidad.
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