Muchos años atrás descubrí la ruta que va de La Ciotat a Cassis bordeando la costa. Desde entonces, la he andado en las dos direcciones y de todas las formas posibles. He tenido la suerte de hacerla sin los inconvenientes del viento, que por otro lado, obligan a su cierre. Y por ello no he reparado en las señalizaciones que invitan a la prudencia. « Caution by strong wind ». La primera vez no le puse atención por que era la primera vez. El ascenso es violento mientras das la espalda a los techos de la ciudad. No respiras, resollas. Y poco a poco vas ganando en altura y miras atrás, y la bahía se ha convertido en una diminuta ensenada. Las gruas del astillero se pierden azuzadas por la bruma que el sol hace desaparecer. Curvas, pinares, curvas, verrugas rocosas emergiendo de entre el suelo seco a veces manch un verde fatigado. Y sin darte cuenta has llegado al punto más alto de la ruta de las crestas que es el farallón más alto de Europa. « Gefahr starker wind ». Pero el viento es ligero, yo diría generoso, justo lo necesario para secar mi cuerpo que transpira. Desde la roca blanca que te incita a un magnífico suicidio, el mediterráneo se interpone. Es tan azul que la más fuerte de las cobardías no sería capaz de decir adiós a la vida ante un cuadro natural tan lleno de vida. Los veleros allá lejos, o más cerca, abajo, dejando su marca espumosa como prueba de la suavidad del mar. Islas cuyo nombre nadie logra decir mientras los que se detienen hacen con las manos una muralla al sol empeñado en dar brillo al mar y separar el horizonte. Gente que va y viene, que bajan, miran y vuelven a montar en su auto y siguen, ya han visto el mar, las islas, los otros farallones.
A pie, entre los senderos abiertos, pino a un lado, pino al otro, con arbustos nacidos para vivir sobre la roca, he camineteado la ruta de las crestas, mochila al hombro, prismáticos en la mano, sombrero sobre la testa. Solo. Solo con mis pensamientos en la otra mano, envueltos entre mis dedos, tocando el fondo del bolsillo. El izquierdo, ese que siempre tiene espacio para mi mano.
Otras veces en automóvil, con amigos queridos como Yolanda y Vidal, con Odette, con Marie-alix y David. Jamás en moto, pero estoy seguro que hacer la ruta de « crêtes » en moto le hubiera encantado a mi padre.
Este verano, me hice acompañar de la bicicleta que se activa desde que pongo un pie en La Ciotat. La primera parte de la subida es harto fatigante (los años quizás ?), y el sol se empeñaba en hacerla ardiente. Innecesario poner atención a « route dangereuse par vent violent », pero si a los otros que como yo hacen la ruta y no leen la señal cuadrada fondo azul como el mediterráneo próximo : « partageons la route ». Una carretera llena de peligrosísimas curvas, donde el cruce de dos a veces se define por la fuerza. Los autos que pasan, y conductor y pasajeros miran el mar, el abismo, la Sainte Baume, la Sainte Victoire en lontananza, las islas y la silueta calanquosa de Cassis, pero no ponen atención al ciclista diminuto que se aventura en el ascenso.
©cAc-rdc2009
Al regreso, en bajada, todos los virajes se visten de peligros, en cada curva un motor que ronronea, el mar abismal, detrás, los pinos inmutables, delante, el este, el mediterráneo frenado en la costa angelical y gruosa de La Ciotat, en la Corniche de Sainte Marie y en la siempre peligrosa del Liouquet. La ciudad amortajada por la bruma. El mar, papel plateado confitado de yates y veleros. L’île Verte siluetada haciéndole competencia al promontorio con pico de águila. Saint-Cyr, Les Lecques, Bandol, Porquerolles, en la línea de la costa. Me he desviado de la ruta trescientos metros. Para disfrutar del paisaje que rodea el promontorio donde está situado « el semáforo », y donde una carta de orientación invita a ponerse ojos de águila y descubrir todo lo que ofrece el horizonte en derredor. Pasado el mediodía, calmo la sed con el agua fresca de mi cantimplora pero no puedo calmar el hambre que se avecina. Vuelvo a ponerme el casco, sigo la orientación de mi estómago y regreso al cruce de ruta y me avalancho hacia la ciudad, a la casa, donde la sombra generosa del mûrier me espera.
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