mercredi 24 décembre 2008

La gare Saint-Charles. De Marseille à Toulon

La estación de trenes de Marsella tiene un encanto particular, y aunque su renovación, firmada por Jean-Marie Duthilleul, un arquitecto de prestigio, además de rejuvenecerla, le ha devuelto mucho de su aspecto original, ese encanto sigue para mi intacto. Desde lo alto de su escalera monumental, la vista se pierde y alcanza el mar. Mientras comienzo el descenso, me siento como uno más de los grandes « voyageurs » y exploradores europeos que la bajaron a principios del siglo veinte, buscando un hotel en el boulevard de Atenas para pasar la noche antes de tomar un barco con destinos soñadores.
La estación, construida en 1848 por el ingeniero Paulin Talabot fue levantada al borde de una meseta próxima a la ciudad, ocupada por propiedades rurales. La escalera que lleva a la estación, fue construida en 1925 e inaugurada oficialmente dos años más tarde por Gaston Doumergue, entonces presidente de la República. La dicha escalera, además de darle un toque especial, realzaba su encanto y la unía al tejido urbano.





Desde la base de la escalera, la fachada se me hace minúscula y me siento perdido al comienzo del boulevard, cuyos edificios, vetustos, unos renovados, otros pidiéndolo a gritos, se alzan majestuosos en la perspectiva urbana. Los bares y cafés se extienden a las aceras del boulevard. No hay traza de viajeros ingleses esperando la salida de su barco a Constantinopla, ni de alemanes cuyo destino es algún país casi desconocido de África. Hace un tiempo excepcional en éste primer día de invierno. En las terrazas se bebe té y los hombres discuten en árabe. Marsella es cosmopolita, pero sobretodo, ciudad de emigrantes de África magrebí.

En la Cannebiére, doblamos a la derecha al mismo tiempo que un modernísimo tranvía, que si bien dio mucha polémica, es un signo vital de comodidad para los marselleses y del desarrollo del transporte limpio. El reordenamiento vial ha sido profundo, pero los inmuebles de la renombrada Cannebière parecen anclados en otro siglo.

Llegamos al viejo puerto y alcanzamos a disfrutar de la algarabía de sus vendedores de pescados que pasado el mediodía comienzan a cerrar sus anaqueles. El ambiente mantiene ese sabor que los puertos mediterráneos han sabido conservar. El sol generoso otorga un color cálido a las fachadas que bordean el puerto. La blancura de Saint-Ferreol emerge entre los inmuebles vecinos y aprovechamos para entrar a la iglesia antes de volver a la estación.
Desde Saint-Charles, tomaremos un tren expreso regional que durante una hora irá bordeando toda la costa a partir de La Ciotat hasta nuestro término en Toulon. El acenso a la estación por las viejas escaleras es sofocante. Vacilamos a mitad, para entrar por la nueva explanada, pero quiero disfrutar la fachada de la estación a la que el arquitecto ha restituido su estado original. Desde la explanada, Marsella es pura luz provenzal.

Una vez dentro, y bajo la imponente vidriera de quince metros de altura, verificamos la salida de nuestro ter. Grupos de sindicalistas hacen coro alrededor de mesas que proponen material « revolucionario » y panfletos de apoyo a sus colegas en huelga. La gente deambula por los pasillos renovados. Trenes suprimidos. Trenes que llegarán con retraso. O que partirán como el nuestro.
Todavía tengo tiempo de ver la nueva columnata blanca exterior que es un prolongamiento de la antigua fachada. Comercios, cafés y librerías, una copia del mundo globalizado. Nada es original. El edificio es luminoso. De un lado el boulevard Voltaire. Vislumbro el edificio de la universidad de Provence. La nueva terminal de ómnibus regionales. Y la fundación que, como el Palais des femmes, de Paris, brinda hospitalidad a mujeres en dificultad. Guardo mi cámara fotográfica. El regulador de la SNCF da la señal de partida y buscamos plaza en el nivel superior del vagón. Apenas se pone en marcha el ter y el conductor anuncia la próxima parada: Marseille-Blancarde.

Aucun commentaire: