La casa familiar de La Ciotat se ha puesto a la venta. Para ello se ha encargado a una agencia de la ciudad, con la cual hemos suscrito el contrato y entregado las llaves para que el agente inmobiliario la muestre a los interesados. La casa está intacta, tal como la dejé en agosto pasado, pues fui yo quien quedó unos días para disfrutarla solo, levantarme al alba y tomarme una secuencia impensable de cafés mientras daba toques al texto que presentaría en septiembre en la universidad de Santiago de Compostela durante el Encuentro de latinoamericanistas españoles. Mañana haré la hora y media que desde aquí, al borde del Ródano, me toma llegar a la villa de los hermanos Lumière, el puerto mediterráneo establecido desde los tiempos romanos, la ciudad de la petanca y del astillero naval ahora dormido. Mañana intentaré no ver, colgado del muro que da a la calle, ese cartel que dice A VENDRE, rojo sobre blanco, amarillo y verde, no sé, como tampoco sé si los gatos del vecindario y las gaviotas que anidan en los techos habrán leído el anuncio. Me atrevo a escribir esta parrafada, porque eso me ayudará a comprender que todo tiene un término en la vida, y pronto va a cerrarse un capítulo en la historia de una vivienda. La casa data de finales del XIX, renovada a principios del XX, herida por la metralla de la segunda guerra mundial, agrietada por el tiempo y envejecida como los abuelos que partieron. ©cAc
mercredi 16 février 2011
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