Otra BD que no ha escapado a mis momentos íntimos de lectura cuando el sueño se convierte en una búsqueda incesante de imágenes y barrios lejanos. Otra “manga” de Jirô Taniguchi para aplacar mi sed de samurái errante de este siglo por los recovecos extraños de un país moderno contado por un niño grande que no es más que un hombre niño. Tengo la costumbre de leer sin prisa las BD. Me invitan a entrar en sus páginas al revés, como las mangas originales, para crearme cierta sensación de confusión animosa, de sortilegio diseñado, de espíritu en blanco y negro. Y leí sin prisa Quartier lointain a mi regreso de la isla (la del Caribe, no la que se tambalea entre las aguas del mar del Japón!), que para ese regreso ya había sido comprado. El libro, cerrado, marcando con su cinta azul la página noventa y dos quedó como un talismán en mi mesa de noche. Hice maletas nuevamente, y a mí vuelta a la casa, casi a medianoche, al encender la lámpara de “mi lado”, sentí que me observaban. La casa en silencio. Las luces apagadas, y “mi lámpara” encendida. La luz incidía directamente sobre la cubierta del libro y rebotaba en tonos tenues como la imagen de fondo del barrio lejano desde el cual Hiroshi me miraba. Y como el insomnio se instalaba entre las cuatro paredes, saqué la cinta que marcaba la página 92, y pensé en mi padre. En el padre de Hiroshi, y otra vez en mi padre. En el verdadero padre de Hiroshi, perdido en la historia de la guerra, y su otro padre, aquel que lo abandonaba. Y volví a pensar en mi padre, al que yo “abandonaba” por esas cosas de la vida, de vez en cuando y de cuando en vez… Pensando en él, me fui quedando dormido, como cuando me sentía dar vueltas en la cama, y desde su cuarto me preguntaba, si yo quería que él me “echara un reza’o” para que yo pudiera encontrar el sueño.
Mientras duró mi “retiro” parisino, cada noche iba al encuentro de Hiroshi, trasladado como yo, a su barrio en Kurayoshi, situado en una región no lejos del mar del Japón. Menos cerca del mar, y aunque también, sí, no lejos del mar, mi padre miraba la gente pasar desde su sillón detrás de una reja en hierro forjada un año antes de su nacimiento. Fue un 19 de julio. Corría el 1917. Tuve la impresión que Hiroshi hablaba para mí, que me contaba sus cuitas, que hablaba de su padre y yo le contaba del mío, mirando la gente pasar detrás de una ventana protegida por una verja. Terminé por segunda vez la lectura de Quartier lointain, y lo dejé sobre la mesa de noche justo debajo de la lámpara.
Cuando hice la maleta conocedora del camino hacia el “verano”, y me disponía a cerrar la casa, volví a entrar, fui al cuarto, y volví a sentir la mirada melancólica de Hiroshi, como pidiendo que lo llevara conmigo, a cualquier lugar lejano, no lejos del mar. Tomé el libro en mis manos sin vacilar, lo eché en la jaba que porta las cosas “preciosas” e hicimos, para complacerlo, el trayecto de Tokyo a Kurayoshi, en el mismo shinkansen que lo trasladaría a su barrio lejano, más que nada, lejano en el tiempo.
Hiroshi y yo tenemos la misma edad. Él no conoció a su verdadero padre, y yo pasé años sin conocer al mío, aunque viviéramos bajo el mismo techo. Atando cabos he aprendido a explorar cada mirada anciana de mi padre y a partir de la luz que siempre tienen sus ojos verdes, he ido interpretando cada deseo, cada emoción, cada descalabro.
La biblioteca familiar desborda de libros. Lecturas no faltan nunca, y me aplico a leer dos o tres autores al mismo tiempo. Cada libro en proceso de lectura ocupa un lugar en la casa. Hay momentos de solaz para cada uno. Según canten las cigarras o baje el sol tiñendo de rojo la veranda. Y aquel otro libro que tiene el privilegio de cerrarse antes del tercer bostezo. La BD de Taniguchi, se instaló otra vez en esta otra casa, en esta otra mesa de noche, y por tercera vez, luego de otro regreso, he vuelto a pasearme con Hiroshi por las calles, ahora casi desconocidas de Kurayoshi.
Anoche cerré definitivamente la historia paternal contada en BD. Pero no la mía. Mi padre debería estar sentado a la mesa, comiendo, cuando yo cerraba el libro, y de manera expresa, lo marcaba con la cinta azul en la página noventa y dos. Para marcar los años que cumple mi padre, a esta hora del mediodía francés, cuando todavía el da vueltas en su lecho, esperando que llegue el momento en que todos le digamos, felicidades viejuco.