vendredi 18 avril 2008

Viaje a la cuna del Taoïsmo

Cuando era niño, el Atlas de Kienast & Bertrand editado por Delagrave en 1968 me cayó en las manos como una bendición. Yo viajaba de una ciudad a otra, de un continente a otro, teniendo como único medio para trasladarme la impetuosidad con que volteaba las páginas. Así logré hacer mi imaginario viaje a Egipto que más tarde me ayudaría a escribir a los trece años “Por los caminos del antiguo Egipto”, relato que me valió un premio de composición en la escuela secundaria. Pero las páginas más ajadas del atlas eran las de Asia. Por aquella época, la guerra en Vietnam me hundió en el mapa de la península de Indochina y yo iba de las noticias de los periódicos a la búsqueda del puerto de Haiphong para luego internarme en el país y llegar a Dien Bien Phu. Recuerdo que una tarde, mientras los muchachos del barrio jugaban a la pelota, yo revisaba el atlas sentado en el quicio de la puerta y una vecina le dijo a mi madre que me llevara a la consulta de un psicólogo antes que yo terminara en Mongolia, y cual no sería su sorpresa, cuando yo levanté la cabeza y le dije que no hacía falta, que en ese mismo momento yo estaba entrando en Ulan Bator.
Sin embargo, el mapa al que más vueltas le daba, era aquel de la China. China en 1914 sin el Tíbet y sin el Turkestán. China en 1939, todavía sin anexarse el Tíbet pero ya habiendo anexado el Turkestán y bautizándolo Sinkiang. La China popular de Mao, de banderas rojas y consignas, de donde venían aquellos juguetes con un olor a nuevo muy característico, y que descubro cada vez que regreso a casa de mis padres, cuando abro los armarios donde duermen mis juguetes de infancia. La China extensa, inimaginable, de enormes ríos, de pagodas y de subyugantes estilos de caligrafía…
Luego fui descubriendo que en muchas esquinas de Santa Clara, las bodegas eran de familias chinas largamente instaladas en la ciudad. En efecto, en el siglo XVI llegan los primeros chinos a la Isla, y al respecto existen protocolos notariales. Sin embargo, no es desde mediados del XIX que adquieren el status de grupo social, cuando se produce la emigración masiva de la población china hacia Cuba. La Guerra del Opio y la rebelión de Taiping se hicieron sentir en el sur del país. Es por ello que Cantón aportó la mayor cantidad de emigrantes culíes a Cuba. Los primeros inmigrantes chinos llegaron en 1847, destinados a ser el relevo de los esclavos africanos, sólo que en calidad de “colono contratado”. Estos contratos por ocho años eran simplemente una forma legal para ocultar la esclavización a la que fueron sometidos. Los chinos que fueron ubicados en La Habana, comenzaron a trabajar en las fábricas de tabacos y cigarros y en el servicio doméstico. Algunos fueron contratados para trabajar en los ingenios azucareros y en los ferrocarriles. El resto de los inmigrantes, que fue la mayor parte, fue trasladado a los campos para trabajar en las plantaciones de café, caña y tabaco. No pocos chinos se suicidaron cansados de los castigos y el maltrato. Otros se refugiaron en el monte, convirtiéndose en cimarrones que más tarde se unieron a los mambises durante las guerras de independencia. Al término del contrato, pocos lograron la libertad prometida y los que la obtuvieron se dedicaron a la agricultura menor y como cocineros. Una nueva inmigración china ocurrió a partir de 1865, ésta vez, de manera espontánea. Con un nivel de vida diferente, estos chinos procedían de California y llegaron al puerto de La Habana después de haber atravesado México o embarcado en el puerto de Nueva Orleáns. Llegados por su cuenta y libres, los nuevos inmigrantes impulsaron la actividad comercial iniciada por sus antecesores. Los chinos se instalaron en todos los pueblos y ciudades de Cuba. La Habana vio nacer uno de los barrios chinos más prósperos y dinámicos de todo el continente americano.
Los que nacimos en el 60, no pudimos apreciar más que ruinas de una huella china esplendorosa.
La desaparición de los pequeños comerciantes después de 1959 trajo consigo la desaparición de aquellas bodegas. Muchas fueron intervenidas y expropiadas y algunas familias se quedaron a vivir al lado o al fondo del comercio. Otras bodegas fueron cerradas por los chinos y en un santiamén convirtieron el negocio en inmueble de habitación.
Los chinos de Santa Clara hicieron su comunidad en un área bastante reducida, en las calles Villuendas, Padre Chao, Alemán, Marta Abreu y en la calle Juan Bruno Zayas donde radicaba el Consulado y una asociación de residentes chinos. Los comercios y las bodegas implantadas en las esquinas, siempre me llamaron la atención. Años más tarde, viviendo en el 114 de la calle Trocadero, en Centrohabana, me percaté que en los alrededores existían tintorerías y lavanderías donde los empleados eran todos chinos.
Yo miraba con curiosidad los establecimientos cerrados de la calle Zanja y las abandonadas farmacias de hierbas y ungüentos chinos, los estantes vacíos de La Pekinesa y la sede del único periódico chino que sobrevivió a las intervenciones revolucionarias. Fui adicto del restaurante Pekín de 23 y 12, muchas veces calmé mi hambre juvenil en el Asia de La Víbora.
Cuando El Pacífico reabrió sus puertas no vacilé en saborear las maripositas chinas en salsa agridulce, y chop-suey de cerdo acompañado de arroz a la cantonesa. La Habana trata de recuperar su barrio chino y ha logrado cierta activación apoyándose en los más jóvenes cuyas familias les trasmitieron la cultura de sus ancestros, hábitos y costumbres. Santa Clara también lo ha intentado sin lograr avances en ese sentido.
Nunca tuve amigos de origen chino, pero si traté a muchos y me codeé con ellos en la escuela, como aquella mulata-china de apellido Chong que era hermosísima o los hermanos Wong, y luego en los centros donde trabajé. Con Chang el santiaguero compartí mis vacaciones en Bulgaria en 1974. La china Wong, bibliotecaria majadera y de sagrado carácter me enseñó las astucias para organizar información en aquellos tiempos que todo se hacía a mano. Con la china Lee, profesora de psicología en el instituto donde yo trabajaba, pasamos tardes enteras de tertulia, hablando de literatura, pintura, ballet, y otras tardes nos escapábamos para ver alguna novedad en Bellas Artes, en la Pinacoteca de la Plaza Vieja o ver los filmes del festival del nuevo cine latinoamericano.
En Paris, he podido acercarme a China de mil maneras. Disfrutar de las festividades del Nuevo Año Lunar, de la excelente cocina regional tanto en Belleville como en los restaurantes a lo largo de la avenida de Choisy o manifestar junto a disidentes chinos por los derechos humanos.
Como otros tantos viajes, éste lo estábamos marinando en tinta china desde hace tres años. Primero aquellos indescifrables ideogramas y luego las sesiones de pintura de la mano de Ho Ya-Luan. La locomotora de vapor que es mi mujer en eso de arrastrarme a lo desconocido hace como de costumbre, va, explora, toma notas, hace algunos bocetos y una buena cantidad de fotos. Regresa llena de inspiración y sobretodo llena de proyectos. Así pasó regresando de los venerados paisajes de “montaña y agua” en el macizo de Huangshan, con sus pinos centenarios y sus cumbres majestuosas caras a poetas y pintores.
Heme aquí, a punto de partir por Pekín, emprender la ruta por Sichuan, a dos pasos del Tibet, quizás todavía cerrado a los ojos curiosos del mundo. Yo me contentaré de seguir algunos de los caminos que Ma Jian nos relata en Chemins de poussière rouge.

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